SU AMOR A LA FIESTA Y LA HISTORIA DE PETRER FUERON SU GRAN PASION.
Ricardo el ciego es un
relato que implica la
vida del pueblo
en una vertiente tan documentada muy
interesante con respecto a
la vida de la
población de entonces contada con
tanto detalle y amor
a sus personajes hijos de
este pueblo destacando sus
circunstancias.Hipólito, en la
exposición de este
relato, nos narra las
vidas y costumbres
en este antiguo
y viejo pueblo, nombrando a sus protagonistas de su
tiempo, más conocidos donde
jugaban los niños ,
personajes del pueblo
tan llenos de vida que
merecería que este texto
fuese publicado, junto a
otros trabajos de Hipólito con sus diversas
temáticas locales, que no merecen ser olvidados por ser vitales
para el conocimiento de nuestro pueblo junto
a otros que forman una
ventana, desde
la cual contemplamos a sus hijos
y costumbres , definidos y amados por el
autortan amante de la
costumbres populares del
Petrer inolvidable.
Francisco
Máñez Iniesta
Dibujo
realizado por Edu.
Ricardo “El ciego”
Personajes petrerenses:
Por
Hipólito Navarro Villaplana*Artículo publicado originalmente en la
revista Festa 1986
«En la historia apenas se oye más que a
los bullangueros y vistosos; los silenciosos y oscuros, que son los más, callan
en ella y por ella se deslizan inadvertidos».
Unamuno.
Hace unos
años publicábamos unos reportajes a modo de breves biografías de unos hombres
que, en nuestra niñez y adolescencia, recordamos con nuestro mayor afecto y con
el cariño propio de unos recuerdos inolvidables. Eran hombres sin marcada
trascendencia pero que a nosotros se nos antojaba que de alguna forma dejaban
como una estela en el vivir y quehacer de nuestro pueblo: Parra, con su
charamita; el tío Galbis, con su blanca barba; el tío Tomás el ferré, con su
fragua; el tío Toñina, con su carpintería y alguno más al que no tocó su turno,
pero que quizás logremos sacar a la palestra. Con ellos, vivíamos un cúmulo de
acontecimientos enmarcados con nuestras costumbres pueblerinas.
No es
fácil enmarcar aquellas vivencias que no sabemos si podrán interesar a la
juventud de hoy, tan espabilada, tan viva, y mucho mejor preparada que la de
nuestra generación. Porque en aquellos tiempos había que «pencar» apenas
cumplidos los diez años, más por necesidad que por los posibles resultados que
pudieran dar los beneficios de la enseñanza. Predominaba el concepto de que
apenas conocidas «las cuatro reglas» se consideraba a los niños como aptos para
poder desenvolverse en los intrincados avatares de la vida. Un concepto un
tanto generalizado pese a las corrientes sociológicas que muy pocos
vislumbraban. El trabajo era el dominador común para una raquítica formación y
un no menos raquítico aporte para poder paliar las necesidades familiares.
Petrel,
nadaba entre una agricultura recayente, mortecina, y un incipiente alborear de
la industria. La alfarería, también en declive, daba paso a pequeños
establecimientos artesanos de zapatería allá por los años dieciocho, al socaire
de la gran guerra europea. Otra industria que apuntaba era la textil con una
fábrica ubicada en el paraje de Santa Bárbara que bien pudo marcar una posible
diversidad en futuros quehaceres. Pero tal vez la posible injerencia, prematura
injerencia, de problemas sociales en efervescencia, le vino a dar al traste,
quedándonos para el futuro, con sólo la única industria que hoy poseemos: la
del calzado con el lento desarrollo de sus anexas.
En aquel
ambiente de zapateros «de mesa» y el chirriar de los arados arrastrados por sus
muías o jumentos que regresaban de la huerta, recordamos a nuestro invitado
Ricardo “el ciego”, como personaje que venía a cerrar una etapa, unas viejas
generaciones, que enterraban con ellas, muchas de las costumbres que iban
periclitando.
«…el sol
iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, foscas, caían en un ángulo de
los aleros de las casas y bañaba las puertas; la iglesia con sus dos achatadas
torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantan en el fondo,
destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio la fuente deja
caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada…» (1).
Leyendo a
Azorín, podríamos centrar todo el panorama que hasta mediados de nuestro siglo
aún perduraba, en un Petrel que había quedado casi estático. Un Petrel que se
cerraba entre la «bassa fonda», el Portal, el «camí dels passos» y los
alrededores del Castillo.
Ricardo
“el ciego”, que así lo conocíamos todos y que por allí vivía, se llamaba
Ricardo Reig Payá. Nació en el año 1.897 lleno de vida y de luz. Pero a los dos
meses, víctima de la viruela, acabó su vista para siempre. Hijo de una familia
más que modesta, pobre, no tuvo más alternativa que el deambular entre calles
adustas, encerrado en un mundo hecho a su manera y sin más juegos que los de su
propia intuición. Intuía él, desde pequeño, lo que más tarde habría de ser su
libertad y la única pasión de cada día. Marchaba libremente por el pueblo
arriesgándose por sus aledaños. Un día, nos cuentan sus hermanos, la anécdota
para ellos incomprensible, cuando se las arregló él para comer uvas en unas
viñas cerca del cementerio viejo. El guarda que oía unas voces incoherentes, no
acababa de localizarlas y disparó un tiro al aire, saliendo Ricardo disparado
de entre unas parras que le cubrían donde repanchigada mente, se entregaba al
placer suculento de los dorados granos. En otra ocasión, tras la búsqueda de
toda una noche, ya de madrugada, le encontraron en «elsalcabons» cogido a una peña
que a punto estuvo de aplastarle. Su fino instinto le llevaba a recorrer
los lugares más insospechados.
Aprendió
Ricardo a escuchar las vibraciones musicales quitándole a su madre los hilos de
coser. Se entretenía por las noches cuando todos dormían -pues para él no había
noche y día- colocando los hilos entre dos sillas de aquellas de enea con cinco
barras o canutos. Ataba los hilos, de una a otra silla sobre los canutos, y los
iba tensando uno a uno hasta conseguir sonidos entre los que formaba sus melopeas.
Ante su afición y el instinto musical le compraron una vieja guitarra. Dio sus
primeras lecciones con un tal Higinio. Luego, por sí mismo, continuó hasta
lograr tañerla, lo mismo que otros instrumentos de esta gama con bastante
soltura.
Ricardo,
a los 18 años, recorría el pueblo cantando oraciones que le enseñó otro ciego
llamado el tío Gasparo que vivía al final de la calle Horno de la Virgen.
Por su cuenta iba aumentando su propio repertorio… «andaba rotundamente con
lentitud. No necesitaba destrón; conocía todas las calles, los cruces, las
aceras. Detenía se en las casas de su predilección. Y lo que es más esencial,
llevaba en bandolera una guitarra, una vieja guitarra. Plácidamente, con voz
sonora, salmodiaba -acompañado de dulces sones- una oración; por ejemplo la de
San Antonio y los pajaritos. O bien aconsejaba, para algún mal, un remedio
presánteno. ¡Y con qué fervor se le escuchaba!. Le querían las mujeres, le
querían todos…» (2). Llegó a tener Ricardo un buen repertorio de oraciones: la
de la Virgen del Carmen; la del Remei; la dels Dolors; San José; Animas, San
Jerónimo, TotsSants y muchas más. Hasta tenía también alguna canción erótica,
incongruente y sádica, que muy a regañadientes, le hacían recitar algunos mozos
y algunos iconoclastas zapateros. Porque hemos de decir que entre la clientela
de Ricardo, figuraban aquellas «ruedas» zapateriles que en verano, en plena
calle, trabajaban sus tareas, y allí estaba Ricardo entreteniendo con sus
cantos y salmodias, el trabajo de aquellos obradores del tirapié. También
entretenía con sus sones salmodiados a los corrillos de jovencitas que con los
duros cojines de randa colocados en sus faldas y apoyados en la pared o sobre
los respaldos de las sillas, se entregaban a la entretenida tarea de los bolillos,
urdiendo deliciosos encajes.
Aquel
Petrel un tanto arcádico, vegetaba entre dos etapas, la del pasado con el
lastre de una agricultura mortecina y la del alborear con nuevas esperanzas.
Sus calles de tierra apisonada. Sus casas que algunas conservaban aún sus
cuadras y sus gateras. El «oxaó» para espantar las moscas con el acompasado
vaivén mientras se comía. Las persianas de cañizo y más tarde las de junquillo
o «canuets». La placeta de San Bartolomé, con su fuente de cuatro chorros donde
iban las mujeres y las mozas a llenar los cántaros y los botijos. El «canterer»
en las amplias entradas de algunas casas. La luz eléctrica con bombillas de 15
y 25 vatios que apenas alumbraban como de diez. En la vía pública, bombillas
con pantallas de latón, colocadas en las esquinas de las calles sobre
triangulares soportes de hierro. Más tarde, en el centro de las principales, a
grandes intervalos, colocadas con tirantes de alambre que aprovechábamos para
derribar «morreguillos» (murciélagos) con un trapo cogido a una larga caña.
La fonda, el Hostal, con su galera recién
pintada con colores chillones, tirada con dos o cuatro caballerías los días de
fiesta, entrando en la plaza con gran estruendo, cuando regresaba de la
Estación con muy pocos pasajeros; era un privilegio subir a ella cuando nos
llevaba Pere el del Hostal. El pregonero con su tambor y, a tambor batiente
durante todo el recorrido, cuando era un Bando Real que se leía en la plaza de
la Constitución. El mercado en la «plaça i Dalt». El sereno con su opaca y
cadenciosa voz en la noche. La vendimia por la Virgen del Remedio.
«Elsxafigaors»; no había calle, de las bajas, que no tuviera una o más bodegas
para el vino (3). La «algilaga» colocada en la fachada de la bodega o de la
casa anunciando que allí se despachaba el vino. El «arrop i tallaetes» que
anunciaban los mercaderes, con sus jumentos, por las calles. Los herreros con
sus fraguas; el resoplar de los fuelles y el martilleo acompasado batiendo el
hierro candente. El largo paseo por el «camí dels passos» comiendo las frescas
lechugas que se compraban en el huerto del tío Andreuet. En invierno, al
anochecer, el paso del Viático portado por el cura bajo una excéntrica
sombrilla; suena la tenue campanilla, tilín, tilín, tilín, tilín…; salen de las
casas gentes con cirios que le acompañan, los transeúntes, se arrodillan a su
paso; van a la casa de un enfermo moribundo. El camino de Elda, áspero
y rústico; acequias a los lados. Almendros y viñedos; algún nogal. Y en la
mitad del camino, la «Creu de Mollá», punto de descanso muchas veces de Azorín,
albergue de caminantes y refugio de labradores… Recuerdos y más recuerdos de
aquel Petrel que nos llena de nostalgias…
Las
mujeres ponían membrillos entre las ropas que guardaban cuidadosamente en los
cofres y los cajones de las cómodas. Era un Petrel que se iba, que se escapaba.
Los zapateros que trabajaban en los porches o terrados; en la planta baja de
las casas; unos, solitarios, y otros, como hemos dicho, en ruedas, se iban
extinguiendo; ya no sonaba aquel martillear contra la plancha de hierro para el
moldeo del cuero; el rítmico golpear del claveteo del montado; el fuerte
martilleo del asentado sobre las rodillas de la recia pierna; las pullas y las
jugarretas, las bromas a veces un tanto crueles con los aprendices o con los
visitantes mirones; aquel grito incomprensible y sarcástico ¡carpio!, que tanto
irritaba a los zapateros cuando trabajaban de noche… Todo esto se fue
extinguiendo como un faro que se apaga lentamente… Irrumpe la juventud y con
ella se inicia la nueva sociedad con el charlestón, el foxtrot,
la java, el tango… que nosotros bailábamos, con pantalones de
anchas perneras, en la entrada de las casas al son de discos, con gramófonos de
cuerda.
Ricardo
“el ciego” daba testimonio de aquella época con sus salmodias, con sus
melódicas oraciones, su paciente sonrisa. Y la marcada también con las
costumbres de las mujeres, en sus casas, sus asiduas dientas. Aquellas mujeres
siempre enlutadas, que daban un tono de tristeza y lobreguez a las calles y un
tilde de vejez a sus rostros, aún lozanos, que cubrían con anchos pañuelos.
Recuerdo la anécdota de uno de mis hijos, el pequeño, que a su regreso a Mahón
de un viaje a Petrel, le preguntamos si le había gustado. Su respuesta fue
tajante: ¡No, perque allí totes les dones son agüeles!. No sabía él que era la
misma observación que ya había hecho el maestro Azorín… «las mujeres enlutadas,
esas mujeres tristes de los pueblos».
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