Todo
es corrupción. Todo. La corrupción es el auténtico cáncer del sistema,
el elefante en la habitación, el problema fundamental. La corrupción
está detrás de todos los problemas, del primero al último, y no solo los
origina, sino que impide además que actúen todos los mecanismos
correctores que podrían solventarlos.
La corrupción destruye, una a una, todas las capas y controles que se
intentan establecer para atajarla, para intentar impedirla. Una intensa
podredumbre que alcanza todas las estructuras. Está en todas partes: en
todas las empresas, en todos los gobiernos, en todas las instituciones.
En esa empresa que lleva a cabo prácticas que sabe perfectamente que
son censurables, que en caso de conocerse harían escapar a todos sus
clientes corriendo, que son en muchos casos incluso ilegales… pero que
hace porque ello le permite incrementar una cifra de beneficios que los
mercados le reclaman, que están embebidos en su misma noción de
subsistencia. En ese partido que cobra donaciones ocultas de empresas
que se preadjudican contratos de todo tipo que se ejecutarán cuando el
partido llegue al poder. En esos gobiernos que hace ya muchos años que
abandonaron toda ilusión de representar a sus ciudadanos, y que
simplemente se dedican a administrar contratos con quienes hacen
donaciones más cuantiosas.
Todos los problemas actuales están relacionados directamente con la
corrupción. Vivimos en un mundo completamente enfermo, en el que todo lo que hacemos es espiado, controlado, grabado y analizado, sin ningún tipo de control. Es mucho peor de cualquier cosa que hubiésemos podido imaginar: lo alcanza todo, hasta el punto de que el gobierno llega a reclamar a las empresas las contraseñas y algoritmos de cifrado de los ciudadanos,
como en la peor de las dictaduras. Es algo que viola todas las normas
establecidas, que contraviene desde las leyes a la lógica pasando por el
sentido común. Cuando se descubre, no pasa nada: aunque las evidencias se acumulen, basta con negarlo todo, aunque raye en lo irracional. Cuando se intenta impedir, una serie de parlamentarios corruptos que han recibido dinero de las empresas que desarrollan el entramado necesario para llevar a cabo esa vigilancia lo impiden votando en contra. Y se atreven a llamarlo “democracia”.
Vivo en España, un país asolado por la corrupción,
víctima de una crisis económica provocada fundamentalmente por la
cantidad de dinero que fluyó de manera irregular a las manos
equivocadas. Una partitocracia, caricatura de una verdadera democracia,
en la dos partidos políticos con tramas de corrupción completamente
institucionalizadas se reparten el gobierno, manipulan la ley electoral
para minimizar la importancia del voto de los disconformes, traicionan
la separación de poderes poniendo ellos mismos a los jueces que deberían
juzgarlos, y tapan los escándalos para que los delitos prescriban,
nunca pase nada, y nadie pase tiempo en prisión. Un país en el que una
amplísima mayoría de la población piensa que el mayor de sus problemas
es la corrupta clase política que los gobierna.
Eso en España. Pero si miras más lejos, hacia los Estados Unidos, es
igual o peor. Presidentes que venden la voluntad popular, traicionan
todas y cada una de sus promesas, y organizan sistemas demenciales de
vigilancia buscando enemigos imaginarios que pueden saber todo lo que un ciudadano busca, lee o piensa, sus movimientos y desplazamientos aunque lleve el teléfono móvil apagado, capaz de enviar un misil con precisión milimétrica a donde considere, sin supervisión de ningún tipo, que hace falta. Un sistema que se autoprotege encarcelando de por vida al que lo amenaza, poniéndolo en busca y captura, y convirtiéndolo en ejemplo de hasta qué punto puedes destrozar tu vida
si rompes las normas y expones aquello que te parece una barbaridad. En
realidad, en España somos simples aprendices. Este problema no es
español: es algo universal, inherente al sistema, posiblemente incluso a
la naturaleza humana. Es universal.
El único problema que amenaza a la corrupción es que las cosas que
antes no se sabían y no hacían ruido, ahora se destapan y corren como la
pólvora en un entorno hiperconectado. El único problema que tiene la
corrupción se llama internet, una red difícil de controlar por lo que
conlleva de caída de las barreras de entrada a la publicación y a la
expresión. Una red que facilita la posibilidad de que se filtre
información, una red que permite que aparezca un WikiLeaks, que surja la
transparencia en entornos que jamás la habían tenido. De ahí que muchos
de los esfuerzos de los corruptos se centren en intentar controlar esa red
que expone “lo que no debe ser expuesto”. Resulta fundamental proteger
un sistema amparado por secretos, por información clasificada, por
acciones llevadas a cabo en la más completa oscuridad. Un sistema que ya
no se cuestiona, porque “todos sabemos que es así”. Si hablas de ello o
lo expones, no eres más que un iluso al que dedicar miradas de
condescendencia, una especie de hippie que cree que se pueden cambiar cosas que resulta completamente imposible que cambien, porque están en la raíz del sistema.
No, no puede ser así. Las cosas pueden cambiar, y tienen que hacerlo. Algunos llevan ya muchos años denunciando lo evidente. Necesitamos un movimiento de absoluto puritanismo, una exigencia histérica de transparencia como valor fundamental. Ya estamos viendo ejemplos: ISP que se niegan a comulgar con ciertas políticas, investigadores que protestan contra quienes les conceden un premio, empresas que ejercen su libertad de elección y se niegan a contratar con quienes permiten determinadas prácticas. Es preciso aprender de los actuales errores para intentar que el sistema se depure.
Y de cara a ese fin debemos utilizar todo lo que esté a nuestro
alcance: las reglas del mercado, las de la competencia, la presión
popular, la moda, el voto… todo vale con tal de acabar con una
corrupción completamente institucionalizada y generalizada, con la que
hoy parece que va a ser completamente imposible acabar. El fatalismo no
nos va a llevar a ningún sitio: si el problema está en la naturaleza
humana, hay que asumirlo e imponerle controles y contrapoderes
efectivos. Lo contrario es asumir que todo va a seguir empeorando, y que
nos disponemos a vivir, cada día más, en una auténtica pocilga
maloliente. Y además, gracias a internet, sabiéndolo. Sin poder hacer…
¿nada?
E.Dans
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