El libro de texto es un error. Un
vestigio de una forma de aprender que funcionaba cuando el conocimiento era un
bien escaso, que era preciso encapsular en algo físico para poder acceder a él.
El libro representaba “lo que había que saber” de un tema, el camino por el que
el profesor debía guiarte, o en muchos casos, los textos que tenías que
memorizar para luego poder copiarlas en un examen, en el que te evaluaban por tu
capacidad de retener datos en la memoria.
A partir de la necesidad de encapsular el conocimiento para ofrecer al estudiante un acceso al mismo, surgieron infinidad de perversiones. Por un lado, un mercado compuesto por miles de estudiantes que compraban aquello que su colegio o institución les decía que tenían o-bli-ga-to-ria-men-te que comprar era demasiado goloso, y el libro de texto se convirtió en un negocio, Un negocio fantástico: el libro tenía que cambiar todos los años, el del año anterior no servía, y las decisiones de adopción del libro de una u otra editorial por parte de un profesor o de toda una institución se convertían poco menos que en negociaciones mafiosas, en auténticos sobornos y presiones de todo tipo.
Por otro lado, la posibilidad de controlar de lo que llegaba a aparecer en el libro ofrecía a algunos la megalómana tentación de adoctrinar, de poder decidir qué era bueno y qué era malo, de dar forma a las mentes de los niños cuando estaban en su edad más dúctil y maleable. No hace falta que ponga ejemplos: todos los tenemos.
El libro de texto, a lo largo de su historia, pasó de ser herramienta necesaria de acceso a un conocimiento escaso, a convertirse en un negocio prácticamente rayano en lo inmoral, y en instrumento para el adoctrinamiento.
Pero sobre todo, a partir de hace unos diez años, a partir del momento en que el uso de la red se generalizó y bajaron las barreras de entrada a su uso, pasó a ser directamente un fósil, una pesada losa puesta encima de lo que la educación debería ser. Bajo excusas tan impresentables como la obligatoriedad, o el que “los profesores no están preparados”, estamos viviendo una prolongación de la vida útil de una herramienta que ya no solo perpetúa una forma de aprender inadecuada al tiempo que vivimos, sino que se convierte directamente en perjudicial, dañino, maléfico. Los padres responsables, en el momento en que vivimos, deberían preguntar en sus colegios si van a usar libro de texto… y en caso afirmativo, tratar de llevar a sus hijos a otro colegio que no lo haga. El libro de texto se ha convertido en la negación de la enseñanza, en el símbolo de que no estamos preparando a nuestros hijos para el mundo en el que van a vivir. “Apréndete de memoria lo que está en estas páginas para poder pasar de curso”. Por favor…
Aprender hoy consiste, precisamente, en entender que el conocimiento no está encerrado en ningún libro. Aprender es aprender a buscar. Supone manejarse entre cantidades ilimitadas y crecientes de información, y ser capaz de identificarla, cualificarla, verificarla, descartarla cuando es mala, compartirla cuando es buena… supone aprender a consultar múltiples fuentes, y guiarse por sistemas en los que el profesor se convierte en un criterio más, en un nodo más de conocimiento, en alguien que, aunque quisiese transmitir algo erróneo, no podría hacerlo sin quedar cuestionado. No, el conocimiento no debe provenir de un libro que todos, desde instituciones de todo tipo hasta un gobierno, tienen interés por manipular. Pero tampoco puede ser dejado al solo criterio de un profesor que puede tener sus propios sesgos, su propia agenda o incluso sus propios monstruos. Ni al de los padres. La enseñanza debe asegurar que los niños entienden que un libro, un profesor, un periódico, un gobierno o unos padres no pueden nunca constituirse en fuente única del conocimiento, porque el conocimiento está ahí fuera, evoluciona, y hay que ir a buscarlo en cada momento. La enseñanza, cada día más, tiene que dejar de consistir en dar peces, y convertirse en enseñar a pescar.
Ahora, la última tendencia, “el último grito” es ir dejando los libros de texto al margen y tratar de pasarse al libro digital, a modo de “garantía de modernidad”. Como si el acarrear una tableta y saber utilizarla fuese algún tipo de “bendición”, de “carnet de acceso a la sociedad de la información”. Nos ponen excusas como que el papel ya no es moderno, que los libros pesan mucho y perjudican las delicadas espaldas de nuestros tiernos infantes… y nos llevan a un entorno en el que, en lugar de pagar por un libro, ¡pagaremos por una licencia o suscripción! Más, claro, que para eso es un sistema “más moderno”.
No, la digitalización del libro no soluciona absolutamente nada. Es aplicar la tecnología a repetir los mismos errores que se cometían antes de que existiese. Como el libro es malo, lo disfrazamos en un soporte tecnológico, pero sin solucionar ninguno de los problemas que hacían que fuese malo. El libro en la tableta sigue representando “lo que hay que aprenderse”, aunque esté en un soporte “más mono” y “más moderno”. Sigue permitiendo el adoctrinamiento. Y sigue forzando a alguien a pagar por algo que está ahí fuera, libre. Es exactamente el mismo error.
Enseñar en los tiempos que vivimos supone que un profesor gestione los tiempos y el paso por un temario determinado, y acompañe a los alumnos en su camino de búsqueda de información. Que los rete a encontrar información adecuada. Que la contraste, que la cuestione, que haga que desarrollen su sentido común y su capacidad de crítica, no su capacidad memorística. Que les desafíe a plasmar el conocimiento con sus propias herramientas, a compartirlo, y a aceptar las críticas o elogios que reciban. Que les enseñe a cuestionarse lo que encuentran, del mismo modo que deben cuestionarse lo que dice la prensa, lo que dice el gobierno, lo que dicen sus padres… y lo que dice el mismo profesor. Y eso, desde pequeñitos. E independientemente de que hablemos de historia, ciencias o matemáticas.
“No, los profesores que tenemos no sirven para eso”. Es la excusa más patética que he visto. Los profesores pueden aprender, pueden convertirse en algo mucho más parecido a lo que un profesor representa en países como Finlandia, un auténtico referente en educación. Se puede educar a los profesores como se puede educar a los padres… aunque mucho se hayan acostumbrado a “delegar” hasta extremos increíbles – y completamente irresponsables. Es fundamental recuperar el papel de los padres en el control de la educación de sus hijos, pero de nuevo: no como “criterio único”, sino como un criterio más.
Entiendo, por supuesto, que el salto al vacío de dejar de tener libros de texto genere un cierto vértigo. Es fácil de entender. Es el mismo miedo que tiene un directivo cuando va a una reunión sin papeles y sin bolígrafo, simplemente con las manos en el bolsillo y su smartphone para tomar notas. El mismo miedo que da a cualquiera dejar de tener apoyos conocidos, y pasar a apoyarse en la red. Pero no, no es un salto sin red. Es, precisamente, un salto a la red. Un salto muy necesario.
El libro de texto debe morir, cuanto antes mejor, sea en papel o en electrónico. Debemos matar el concepto, no su forma. Como sociedad, deberíamos considerar urgente que, en la era de la red, nuestros hijos supiesen aprender a extraer conocimiento de manera eficiente del lugar en el que se encuentra todo el conocimiento. No de un maldito sistema cerrado. No tienen que aprender lo que está en un libro por decisión de una editorial, de un gobierno o de un profesor. No tienen que tragarse los prejuicios de nadie, ni siquiera los de sus profesores o los de sus padres. Tienen que aprender otras cosas. Habilidades fundamentales para vivir en el tiempo en que les ha tocado vivir. Algo que un libro de texto NUNCA les va a enseñar.E.Dans
A partir de la necesidad de encapsular el conocimiento para ofrecer al estudiante un acceso al mismo, surgieron infinidad de perversiones. Por un lado, un mercado compuesto por miles de estudiantes que compraban aquello que su colegio o institución les decía que tenían o-bli-ga-to-ria-men-te que comprar era demasiado goloso, y el libro de texto se convirtió en un negocio, Un negocio fantástico: el libro tenía que cambiar todos los años, el del año anterior no servía, y las decisiones de adopción del libro de una u otra editorial por parte de un profesor o de toda una institución se convertían poco menos que en negociaciones mafiosas, en auténticos sobornos y presiones de todo tipo.
Por otro lado, la posibilidad de controlar de lo que llegaba a aparecer en el libro ofrecía a algunos la megalómana tentación de adoctrinar, de poder decidir qué era bueno y qué era malo, de dar forma a las mentes de los niños cuando estaban en su edad más dúctil y maleable. No hace falta que ponga ejemplos: todos los tenemos.
El libro de texto, a lo largo de su historia, pasó de ser herramienta necesaria de acceso a un conocimiento escaso, a convertirse en un negocio prácticamente rayano en lo inmoral, y en instrumento para el adoctrinamiento.
Pero sobre todo, a partir de hace unos diez años, a partir del momento en que el uso de la red se generalizó y bajaron las barreras de entrada a su uso, pasó a ser directamente un fósil, una pesada losa puesta encima de lo que la educación debería ser. Bajo excusas tan impresentables como la obligatoriedad, o el que “los profesores no están preparados”, estamos viviendo una prolongación de la vida útil de una herramienta que ya no solo perpetúa una forma de aprender inadecuada al tiempo que vivimos, sino que se convierte directamente en perjudicial, dañino, maléfico. Los padres responsables, en el momento en que vivimos, deberían preguntar en sus colegios si van a usar libro de texto… y en caso afirmativo, tratar de llevar a sus hijos a otro colegio que no lo haga. El libro de texto se ha convertido en la negación de la enseñanza, en el símbolo de que no estamos preparando a nuestros hijos para el mundo en el que van a vivir. “Apréndete de memoria lo que está en estas páginas para poder pasar de curso”. Por favor…
Aprender hoy consiste, precisamente, en entender que el conocimiento no está encerrado en ningún libro. Aprender es aprender a buscar. Supone manejarse entre cantidades ilimitadas y crecientes de información, y ser capaz de identificarla, cualificarla, verificarla, descartarla cuando es mala, compartirla cuando es buena… supone aprender a consultar múltiples fuentes, y guiarse por sistemas en los que el profesor se convierte en un criterio más, en un nodo más de conocimiento, en alguien que, aunque quisiese transmitir algo erróneo, no podría hacerlo sin quedar cuestionado. No, el conocimiento no debe provenir de un libro que todos, desde instituciones de todo tipo hasta un gobierno, tienen interés por manipular. Pero tampoco puede ser dejado al solo criterio de un profesor que puede tener sus propios sesgos, su propia agenda o incluso sus propios monstruos. Ni al de los padres. La enseñanza debe asegurar que los niños entienden que un libro, un profesor, un periódico, un gobierno o unos padres no pueden nunca constituirse en fuente única del conocimiento, porque el conocimiento está ahí fuera, evoluciona, y hay que ir a buscarlo en cada momento. La enseñanza, cada día más, tiene que dejar de consistir en dar peces, y convertirse en enseñar a pescar.
Ahora, la última tendencia, “el último grito” es ir dejando los libros de texto al margen y tratar de pasarse al libro digital, a modo de “garantía de modernidad”. Como si el acarrear una tableta y saber utilizarla fuese algún tipo de “bendición”, de “carnet de acceso a la sociedad de la información”. Nos ponen excusas como que el papel ya no es moderno, que los libros pesan mucho y perjudican las delicadas espaldas de nuestros tiernos infantes… y nos llevan a un entorno en el que, en lugar de pagar por un libro, ¡pagaremos por una licencia o suscripción! Más, claro, que para eso es un sistema “más moderno”.
No, la digitalización del libro no soluciona absolutamente nada. Es aplicar la tecnología a repetir los mismos errores que se cometían antes de que existiese. Como el libro es malo, lo disfrazamos en un soporte tecnológico, pero sin solucionar ninguno de los problemas que hacían que fuese malo. El libro en la tableta sigue representando “lo que hay que aprenderse”, aunque esté en un soporte “más mono” y “más moderno”. Sigue permitiendo el adoctrinamiento. Y sigue forzando a alguien a pagar por algo que está ahí fuera, libre. Es exactamente el mismo error.
Enseñar en los tiempos que vivimos supone que un profesor gestione los tiempos y el paso por un temario determinado, y acompañe a los alumnos en su camino de búsqueda de información. Que los rete a encontrar información adecuada. Que la contraste, que la cuestione, que haga que desarrollen su sentido común y su capacidad de crítica, no su capacidad memorística. Que les desafíe a plasmar el conocimiento con sus propias herramientas, a compartirlo, y a aceptar las críticas o elogios que reciban. Que les enseñe a cuestionarse lo que encuentran, del mismo modo que deben cuestionarse lo que dice la prensa, lo que dice el gobierno, lo que dicen sus padres… y lo que dice el mismo profesor. Y eso, desde pequeñitos. E independientemente de que hablemos de historia, ciencias o matemáticas.
“No, los profesores que tenemos no sirven para eso”. Es la excusa más patética que he visto. Los profesores pueden aprender, pueden convertirse en algo mucho más parecido a lo que un profesor representa en países como Finlandia, un auténtico referente en educación. Se puede educar a los profesores como se puede educar a los padres… aunque mucho se hayan acostumbrado a “delegar” hasta extremos increíbles – y completamente irresponsables. Es fundamental recuperar el papel de los padres en el control de la educación de sus hijos, pero de nuevo: no como “criterio único”, sino como un criterio más.
Entiendo, por supuesto, que el salto al vacío de dejar de tener libros de texto genere un cierto vértigo. Es fácil de entender. Es el mismo miedo que tiene un directivo cuando va a una reunión sin papeles y sin bolígrafo, simplemente con las manos en el bolsillo y su smartphone para tomar notas. El mismo miedo que da a cualquiera dejar de tener apoyos conocidos, y pasar a apoyarse en la red. Pero no, no es un salto sin red. Es, precisamente, un salto a la red. Un salto muy necesario.
El libro de texto debe morir, cuanto antes mejor, sea en papel o en electrónico. Debemos matar el concepto, no su forma. Como sociedad, deberíamos considerar urgente que, en la era de la red, nuestros hijos supiesen aprender a extraer conocimiento de manera eficiente del lugar en el que se encuentra todo el conocimiento. No de un maldito sistema cerrado. No tienen que aprender lo que está en un libro por decisión de una editorial, de un gobierno o de un profesor. No tienen que tragarse los prejuicios de nadie, ni siquiera los de sus profesores o los de sus padres. Tienen que aprender otras cosas. Habilidades fundamentales para vivir en el tiempo en que les ha tocado vivir. Algo que un libro de texto NUNCA les va a enseñar.E.Dans
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