D. Antonio y Dña. Laure, Dña. Carmen
y D. Juan José. Aquella noche, a pesar de estar en el mes de marzo hizo mucho frío durante el día también, pero
no impidió que se luciera el acto de bendición de la nueva bandera de la
comparsa de Estudiantes
y la celebración de un aniversario más del Campus. El pasacalle empezó
pasadas las once y media de la noche en un ambiente festero bastante caluroso y
muy frío en los pocos mirones que estoicamente esperaban el paso de la comparsa
de Estudiantes.
Antes de empezar, y mientras los músicos
afinaban y daban calor a los instrumentos, le vi que se acercaba a nosotros y
se paró en la misma puerta del Campus, donde estaba todo el mogollón de
festeros y músicos dispuestos para empezar la gloria del desfile. Se quedó
mirándonos, con las manos en los bolsillos y el cuerpo un tanto comprimido por
el frío.
Don Juan José, el que
fuera mi maestro en mi
infancia, estaba atento, muy atento,
contemplando la comparsa de sus hijos y nietos, la comparsa de sus seres
queridos. Sonaron los primeros compases y su semblante cambió y la huella del
frío desapareció de su rostro, pues su corazón empezó a latir fuerte y
magnificó su semblante. La comparsa
salió muy alegre, con esa alegría desbordante impregna de la juventud que la
caracteriza. Él nos seguía. A veces
junto a la acera, otrora, detrás de la banda, en el último puesto, donde forman
los que siempre están, los que no se notan, los que llevan en su espíritu la
felicidad más radiante, el sentimiento más auténtico que ya sólo necesitan el
calor de la comparsa para confortarse. Él iba solo, sin hablar con nadie, ni
nadie hablara con él, pero atento, muy atento. Había estado enfermo y tenía
muchos años y vivencias, quizá por ello pensó que era importante impregnarse de
los sentimientos que le sustentaron toda su vida. La fiesta, los Estudiantes y
su bienhechor San Bonifacio, por el que sentía pasión.
Él siempre fue un hombre de sentimientos festeros profundos, y
rechazo siempre la competición de las
comparsas, a pesar de que yo nunca le vi vestido de festero. Siempre iba con su
gorro y a distancia de la comparsa. Le escuché muchas veces hablar de la fiesta
de antaño, que no era ésta, por supuesto, en la que se compartían sentimientos,
pocas viandas, y mucha alegría y también
aburrimiento, pues había quien terminada la entrada se iba a regar al bancal y
luego se incorporaba al siguiente acto. Y es que, antes, salía poca gente a la
fiesta por razones obvias. Entonces la fiesta era más devoción, por lo menos
así lo era para él y unos cuantos más hombres de fiesta que conocí de su edad e
incluso mayores.
La comparsa pasó por la puerta de la casa del que fuera su
presidente, Pedro Herrero. Otro momento álgido, tenso, muy tenso, pues Pedro se
encontraba enfermo. No sé si pudo o no asomarse a su ventana, quizá no,
sabiendo que por la calle pasaba un trozo importante de su alma. En la calle
brotó un sentimiento de afectividad. Mientras
desfilábamos, no dejé de pensar en aquel hombre bajito, de pelo blanco y
rizado, gafas y mirada seria, muy seria, pues por lo menos así me parecía a mí,
que fue mi maestro de niño y de tantos otros. Él, cuando hablaba de la fiesta
se emocionaba, remontándose a tiempos del tío Pajuso, del Fermanillo, y de una
fiesta que no era espectáculo, ni feria de vanidades, ni trampolín de nada.
Eran tiempos de afirmación fuerte y el que era, lo era de verdad, él y toda su
familia, y no se podía cambiar sin llegar a rozar el drama familiar. No fue
posible aguantar semejante exageración, pero así fue y lo fue durante muchos
años.
La comparsa llegó a su fin. Habían terminado la serie de actos
con feliz resultado. Miré y ya no le vi. Quizá estaba ya durmiendo, o
seguramente soñando en su pueblo florido, con aromas de dulce mayo y las
ilusiones de su juventud. Ahora, en la cama, muy calentito, sabía que los suyos
estaban con los Estudiantes, en esa fiesta que por distinto camino se dirigía
al mismo fin. Porque hacer fiesta es, sin lugar a dudas, hacer PUEBLO, y ello
es muy importante para la convivencia. Seguro que lo pensó él, allí, calentito,
junto a sus sueños de felicidad. Su
alumno que ya peinaba canas.
F. MAÑEZ INIESTA
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