viernes, 2 de agosto de 2019

Gracias don Antonio, nunca le olvidaremos.



Siempre hemos creído que los médicos fieles a su juramento hipocrático
son personas extraordinarias; hombres y mujeres enriquecidos por la
ciencia y por su contacto con toda clase de personas. Ellos poseen la
ciencia de la humanidad, cierta, experimentada a través de los siglos, con
todas las razas humanas. Por ello, saben de todo el dolor y la esperanza de la vida. La antálgia, la lucha contra el dolor, fue siempre su ideal sagrado. Ellos saben y adivinan todo el sufrimiento de lo humano.

Antaño, toda la ciencia de la medicina empírica recaía en el médico rural, en el médico de familia. El médico de familia era el amigo de la familia, el hombre de confianza al que se le confesaba la verdad, el problema con todas sus implicaciones.

Antaño, al médico de familia se le veía caminar de noche, apresurado, tras el hombre sollozando que le guiaba a la casa de un nuevo enfermo o quizá a la de un moribundo que no vería el nuevo amanecer. Antaño, muchas veces, toda la esperanza de la vida recaía en ese médico que caminaba de noche con su maletín de cuero, y no volvía a su casa hasta
que la crisis fuese superada. Sus jornadas de trabajo fueron agotadoras y
todos quedamos en deuda con ellos.

El médico era el mejor amigo de la casa. Él conocía la casa como si
fuese suya. Él, junto a la madre, se sentaba junto al lecho del enfermo
esperando un rayo de esperanza, de vida...

El enfermo siempre esperaba del médico su consejo, la palabra amable
que estimulara su pensamiento fatídico. Antaño, su semblante amable y su
presencia era lo primero que nos curaba.

El médico es quien juega diariamente la partida de ajedrez con la muerte.
Él sabe cómo esquivar su "Jaque Mate". Él sabe cómo doblegarla y
hacerla huir; pero, también, sabe que tarde o temprano la muerte le
presentará su "Jaque Mate" definitivo, absoluto, ineluctable. El médico de
antaño, ante esta circunstancia, quedaba abatido por haber perdido la
partida de la vida contra la muerte. También, por haber perdido a un
amigo, a quien sabía que le quería.

Antaño, cuando acudíamos preocupados a la consulta del médico de
familia, él, después de reconocernos sonreía para que leyéramos en su
rostro. En su rostro, lleno de humanidad, era donde primero se nos
informaba de nuestro diagnóstico. Su sola presencia nos confortaba y
aliviaba.

El médico es el primero en escribir nuestro nombre en la infinita lista de
los muertos. El médico es el último que nos cierra los ojos definitivamente.
El médico es el primero que nos anuncia si es niño o niña el ser que
llega a la vida. El médico es el último que nos da la mano, cuando la
nuestra apenas ya tiene calor.
El médico, siempre el médico, en los momentos de alegría y de dolor.
Siempre inseparable, desde el principio hasta el final de nuestra
existencia, contagiado de nuestra alegría y nuestro dolor.

Por todo ello, en este acto de reconocimiento a todos aquellos
médicos de familia de antaño, por sus virtudes expuestas, queremos rendir
nuestro homenaje al médico Don Antonio Payá, cuya virtudes y gestos
humanos ha derramado durante toda su vida y que hoy no ha cesado -a
pesar de su jubilación- de preocuparse por nosotros, dedicándonos su
experiencia y energía por conseguir un nuevo objetivo que culminó toda su
trayectoria humana: Ver hecho realidad el sueño de ver realizada la
residencia geriátrica de Petrer. Descanse en Paz.

Francisco Máñez Iniesta.

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