miércoles, 20 de enero de 2021

HIPOLITO NAVARRO VILLAPLANA, UN NOMBRE EN LA HISTORIA CULTURAL DE PETRER

SU AMOR  A  LA  FIESTA Y LA  HISTORIA  DE PETRER  FUERON  SU GRAN PASION.

Ricardo el  ciego es  un  relato  que implica  la  vida  del  pueblo  en una vertiente  tan documentada  muy  interesante  con respecto  a  la  vida  de  la población  de entonces contada  con  tanto  detalle  y amor   a sus personajes hijos   de   este  pueblo destacando  sus  circunstancias.Hipólito, en la  exposición  de   este  relato,   nos  narra las  vidas  y    costumbres  en  este  antiguo  y viejo  pueblo, nombrando  a sus protagonistas de  su  tiempo,   más   conocidos  donde   jugaban los  niños , personajes  del  pueblo  tan llenos  de vida   que   merecería que  este   texto  fuese  publicado, junto a otros  trabajos de  Hipólito con sus  diversas   temáticas  locales,   que no merecen  ser olvidados por ser  vitales   para  el  conocimiento de nuestro  pueblo junto  a otros  que forman  una  ventana,   desde  la  cual   contemplamos a  sus hijos  y costumbres  , definidos y  amados por el  autortan  amante    de la  costumbres  populares del Petrer  inolvidable.

Francisco Máñez  Iniesta

 

Dibujo realizado por Edu.

Ricardo “El ciego”

Personajes petrerenses:

Por Hipólito Navarro Villaplana *Artículo publicado originalmente en la revista Festa 1986

«En la historia apenas se oye más que a los bullangueros y vistosos; los silenciosos y oscuros, que son los más, callan en ella y por ella se deslizan inadvertidos».
Unamuno.

Hace unos años publicábamos unos reportajes a modo de breves biografías de unos hombres que, en nuestra niñez y adolescencia, recordamos con nuestro mayor afecto y con el cariño propio de unos recuerdos inolvidables. Eran hombres sin marcada trascendencia pero que a nosotros se nos antojaba que de alguna forma dejaban como una estela en el vivir y quehacer de nuestro pueblo: Parra, con su charamita; el tío Galbis, con su blanca barba; el tío Tomás el ferré, con su fragua; el tío Toñina, con su carpintería y alguno más al que no tocó su turno, pero que quizás logremos sacar a la palestra. Con ellos, vivíamos un cúmulo de acontecimientos enmarcados con nuestras costumbres pueblerinas.

No es fácil enmarcar aquellas vivencias que no sabemos si podrán interesar a la juventud de hoy, tan espabilada, tan viva, y mucho mejor preparada que la de nuestra generación. Porque en aquellos tiempos había que «pencar» apenas cumplidos los diez años, más por necesidad que por los posibles resultados que pudieran dar los beneficios de la enseñanza. Predominaba el concepto de que apenas conocidas «las cuatro reglas» se consideraba a los niños como aptos para poder desenvolverse en los intrincados avatares de la vida. Un concepto un tanto generalizado pese a las corrientes sociológicas que muy pocos vislumbraban. El trabajo era el dominador común para una raquítica formación y un no menos raquítico aporte para poder paliar las necesidades familiares.

Petrel, nadaba entre una agricultura recayente, mortecina, y un incipiente alborear de la industria. La alfarería, también en declive, daba paso a pequeños establecimientos artesanos de zapatería allá por los años dieciocho, al socaire de la gran guerra europea. Otra industria que apuntaba era la textil con una fábrica ubicada en el paraje de Santa Bárbara que bien pudo marcar una posible diversidad en futuros quehaceres. Pero tal vez la posible injerencia, prematura injerencia, de problemas sociales en efervescencia, le vino a dar al traste, quedándonos para el futuro, con sólo la única industria que hoy poseemos: la del calzado con el lento desarrollo de sus anexas.

En aquel ambiente de zapateros «de mesa» y el chirriar de los arados arrastrados por sus muías o jumentos que regresaban de la huerta, recordamos a nuestro invitado Ricardo “el ciego”, como personaje que venía a cerrar una etapa, unas viejas generaciones, que enterraban con ellas, muchas de las costumbres que iban periclitando.

«…el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, foscas, caían en un ángulo de los aleros de las casas y bañaba las puertas; la iglesia con sus dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantan en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio la fuente deja caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada…» (1).

Leyendo a Azorín, podríamos centrar todo el panorama que hasta mediados de nuestro siglo aún perduraba, en un Petrel que había quedado casi estático. Un Petrel que se cerraba entre la «bassa fonda», el Portal, el «camí dels passos» y los alrededores del Castillo.

Ricardo “el ciego”, que así lo conocíamos todos y que por allí vivía, se llamaba Ricardo Reig Payá. Nació en el año 1.897 lleno de vida y de luz. Pero a los dos meses, víctima de la viruela, acabó su vista para siempre. Hijo de una familia más que modesta, pobre, no tuvo más alternativa que el deambular entre calles adustas, encerrado en un mundo hecho a su manera y sin más juegos que los de su propia intuición. Intuía él, desde pequeño, lo que más tarde habría de ser su libertad y la única pasión de cada día. Marchaba libremente por el pueblo arriesgándose por sus aledaños. Un día, nos cuentan sus hermanos, la anécdota para ellos incomprensible, cuando se las arregló él para comer uvas en unas viñas cerca del cementerio viejo. El guarda que oía unas voces incoherentes, no acababa de localizarlas y disparó un tiro al aire, saliendo Ricardo disparado de entre unas parras que le cubrían donde repanchigada mente, se entregaba al placer suculento de los dorados granos. En otra ocasión, tras la búsqueda de toda una noche, ya de madrugada, le encontraron en «elsalcabons» cogido a una peña que a punto estuvo de aplastarle. Su fino instinto le llevaba a recorrer los lugares más insospechados.

Aprendió Ricardo a escuchar las vibraciones musicales quitándole a su madre los hilos de coser. Se entretenía por las noches cuando todos dormían -pues para él no había noche y día- colocando los hilos entre dos sillas de aquellas de enea con cinco barras o canutos. Ataba los hilos, de una a otra silla sobre los canutos, y los iba tensando uno a uno hasta conseguir sonidos entre los que formaba sus melopeas. Ante su afición y el instinto musical le compraron una vieja guitarra. Dio sus primeras lecciones con un tal Higinio. Luego, por sí mismo, continuó hasta lograr tañerla, lo mismo que otros instrumentos de esta gama con bastante soltura.

Ricardo, a los 18 años, recorría el pueblo cantando oraciones que le enseñó otro ciego llamado el tío Gasparo que vivía al final de la calle Horno de la Virgen. Por su cuenta iba aumentando su propio repertorio… «andaba rotundamente con lentitud. No necesitaba destrón; conocía todas las calles, los cruces, las aceras. Detenía se en las casas de su predilección. Y lo que es más esencial, llevaba en bandolera una guitarra, una vieja guitarra. Plácidamente, con voz sonora, salmodiaba -acompañado de dulces sones- una oración; por ejemplo la de San Antonio y los pajaritos. O bien aconsejaba, para algún mal, un remedio presánteno. ¡Y con qué fervor se le escuchaba!. Le querían las mujeres, le querían todos…» (2). Llegó a tener Ricardo un buen repertorio de oraciones: la de la Virgen del Carmen; la del Remei; la dels Dolors; San José; Animas, San Jerónimo, TotsSants y muchas más. Hasta tenía también alguna canción erótica, incongruente y sádica, que muy a regañadientes, le hacían recitar algunos mozos y algunos iconoclastas zapateros. Porque hemos de decir que entre la clientela de Ricardo, figuraban aquellas «ruedas» zapateriles que en verano, en plena calle, trabajaban sus tareas, y allí estaba Ricardo entreteniendo con sus cantos y salmodias, el trabajo de aquellos obradores del tirapié. También entretenía con sus sones salmodiados a los corrillos de jovencitas que con los duros cojines de randa colocados en sus faldas y apoyados en la pared o sobre los respaldos de las sillas, se entregaban a la entretenida tarea de los bolillos, urdiendo deliciosos encajes.

Aquel Petrel un tanto arcádico, vegetaba entre dos etapas, la del pasado con el lastre de una agricultura mortecina y la del alborear con nuevas esperanzas. Sus calles de tierra apisonada. Sus casas que algunas conservaban aún sus cuadras y sus gateras. El «oxaó» para espantar las moscas con el acompasado vaivén mientras se comía. Las persianas de cañizo y más tarde las de junquillo o «canuets». La placeta de San Bartolomé, con su fuente de cuatro chorros donde iban las mujeres y las mozas a llenar los cántaros y los botijos. El «canterer» en las amplias entradas de algunas casas. La luz eléctrica con bombillas de 15 y 25 vatios que apenas alumbraban como de diez. En la vía pública, bombillas con pantallas de latón, colocadas en las esquinas de las calles sobre triangulares soportes de hierro. Más tarde, en el centro de las principales, a grandes intervalos, colocadas con tirantes de alambre que aprovechábamos para derribar «morreguillos» (murciélagos) con un trapo cogido a una larga caña.

 La fonda, el Hostal, con su galera recién pintada con colores chillones, tirada con dos o cuatro caballerías los días de fiesta, entrando en la plaza con gran estruendo, cuando regresaba de la Estación con muy pocos pasajeros; era un privilegio subir a ella cuando nos llevaba Pere el del Hostal. El pregonero con su tambor y, a tambor batiente durante todo el recorrido, cuando era un Bando Real que se leía en la plaza de la Constitución. El mercado en la «plaça i Dalt». El sereno con su opaca y cadenciosa voz en la noche. La vendimia por la Virgen del Remedio. «Elsxafigaors»; no había calle, de las bajas, que no tuviera una o más bodegas para el vino (3). La «algilaga» colocada en la fachada de la bodega o de la casa anunciando que allí se despachaba el vino. El «arrop i tallaetes» que anunciaban los mercaderes, con sus jumentos, por las calles. Los herreros con sus fraguas; el resoplar de los fuelles y el martilleo acompasado batiendo el hierro candente. El largo paseo por el «camí dels passos» comiendo las frescas lechugas que se compraban en el huerto del tío Andreuet. En invierno, al anochecer, el paso del Viático portado por el cura bajo una excéntrica sombrilla; suena la tenue campanilla, tilín, tilín, tilín, tilín…; salen de las casas gentes con cirios que le acompañan, los transeúntes, se arrodillan a su paso; van a la casa de un enfermo moribundo. El camino de Elda, áspero y rústico; acequias a los lados. Almendros y viñedos; algún nogal. Y en la mitad del camino, la «Creu de Mollá», punto de descanso muchas veces de Azorín, albergue de caminantes y refugio de labradores… Recuerdos y más recuerdos de aquel Petrel que nos llena de nostalgias…

Las mujeres ponían membrillos entre las ropas que guardaban cuidadosamente en los cofres y los cajones de las cómodas. Era un Petrel que se iba, que se escapaba. Los zapateros que trabajaban en los porches o terrados; en la planta baja de las casas; unos, solitarios, y otros, como hemos dicho, en ruedas, se iban extinguiendo; ya no sonaba aquel martillear contra la plancha de hierro para el moldeo del cuero; el rítmico golpear del claveteo del montado; el fuerte martilleo del asentado sobre las rodillas de la recia pierna; las pullas y las jugarretas, las bromas a veces un tanto crueles con los aprendices o con los visitantes mirones; aquel grito incomprensible y sarcástico ¡carpio!, que tanto irritaba a los zapateros cuando trabajaban de noche… Todo esto se fue extinguiendo como un faro que se apaga lentamente… Irrumpe la juventud y con ella se inicia la nueva sociedad con el charlestón, el foxtrot, la java, el tango… que nosotros bailábamos, con pantalones de anchas perneras, en la entrada de las casas al son de discos, con gramófonos de cuerda.

Ricardo “el ciego” daba testimonio de aquella época con sus salmodias, con sus melódicas oraciones, su paciente sonrisa. Y la marcada también con las costumbres de las mujeres, en sus casas, sus asiduas dientas. Aquellas mujeres siempre enlutadas, que daban un tono de tristeza y lobreguez a las calles y un tilde de vejez a sus rostros, aún lozanos, que cubrían con anchos pañuelos. Recuerdo la anécdota de uno de mis hijos, el pequeño, que a su regreso a Mahón de un viaje a Petrel, le preguntamos si le había gustado. Su respuesta fue tajante: ¡No, perque allí totes les dones son agüeles!. No sabía él que era la misma observación que ya había hecho el maestro Azorín… «las mujeres enlutadas, esas mujeres tristes de los pueblos».

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