Desde los pies a la cabeza: para acabar en el tocado de la Dama de
Elche, que es señora del contorno, empezó a calzar, con amor y esmero, el pie que
anda.
La tradición
altanera que hoy es realidad de cerámica industrial, demuestra el amor del
hombre por la tierra. "Tierra que incita, luminosa y con contento de
vivir", dijo de este lugar Miguel de Unamuno.
Placa entregada a Maria Antonia en 1968 |
Tierra, humanizada,
entrañable, sencilla nos atreveríamos a añadir. En medio de las medidas sacadas
de quicio de las grandes urbes, todavía es posible encontrar sobre suelo
español rincones como éste donde la gente se conoce por sus nombres, donde la
vida se hace en común, como algo que a todos importa, y donde la batalla diaria
del vivir y del trabajar es una victoria del hombre y del pueblo.
Parecen dichos para
aquí aquellos sonoros y humanos versos de Miguel Hernández, el poeta de la
vecina Orihuela, que conoció bien el frescor de estos prados, el amor de estos
lugares y soportó la inclemencia de la urbe y que en su hermoso Silbo de
afirmación de la aldea, dice:
“Aquí la vida es pormenor: hormiga,
muerte, cariño, pena,
piedra, horizonte, río, luz, espiga,
vidrio, surco y arena.
Aquí está la basura
en las calles, y no en los corazones.
Aquí todo se sabe y se murmura:
No puede haber oculta la criatura
mala, y menos las malas intenciones.
Nace un niño, y entera
la madre a todo el mundo del contorno.
Hay pimentón tendido en la ladera,
hay pan dentro del horno,
y el olor llena el ámbito, rebasa
los límites del marco de las puertas,
penetra en toda la casa
y panifica el aire de las huertas”.
De la
mano de la limpia, tersa y fragante prosa de Azorín conocí hace muchos años a
Petrel. Desde entonces y a través de las páginas de aquel libro "Antonio
Azorín", conozco sus diáfanos cielos, su refulgente caserío y los
coloreados matices de su paisaje. Cuando a los doce años leía aquello de
"Petrel se asienta en el
declive de la colina, solapado en la fronda, a la otra parte del Valle de Elda,
dominando con sus casas blancas y su castillo bermejo el oleaje, verde, gris,
azul, de la campiña".
creía que
Petrel no existía y que Azorín inventaba de corrido la presencia de un pueblo
levantino en el que ocurrían circunstancias comunes a la realidad de tantos
otros. Pero allí estaba la geografía prestándole verdad, realidad y vida. Años más tarde un
indicador en la carretera me confirmó su
existencia al borde de la ruta que lleva a la azul placidez del Mediterráneo.
Desde un recodo pude divisar su blanca estructura arracimada en torno a las
piedras doradas del castillo y de la iglesia. Todo ello era, pese a los años,
trasunto fiel de la prosa azoriniana, impecable estampa bajo el nítido azul del
cielo.
El año
pasado ocurrió la circunstancia feliz, la ocasión alegre, de venir a Petrerl a
presenciar sus fiestas, y desde entonces su conocimiento es algo entrañable
para mí. Ha pasado de ser algo literario o paisajístico para convertirse en
algo vivo, palpitante y tan querido que se me hace imposible pasar por la
carretera si recorrer aunque solo un momento sus calles. Porque sus fiestas han
realizado este hecho de convertir en cosa propia lo que antes era lejano, es
por lo que he comenzado con este prólogo tan personal y quizás tan escasamente
interesante para ustedes pero que para mí supuso algo sustancialmente
importante.
Por
razones de mi trabajo en el Ministerio de Información y Turismo y por afición
propia, he recorrido toda España y he aprendido a amar la belleza de cada
región, el encanto de cada paisaje, el arte de cada monumento, la gracia de sus
fiestas, de su folklore. Todo en España es variado y distinto. Encanta y
sorprende cómo en un solo país pueden darse matices tan diversos, variantes tan
espectaculares, aspectos tan diferentes. Probablemente si tres extranjeros
vinieran a España por caminos distintos, es decir, que uno entrase por el Norte
otro por levante y un tercero aterrizase en Castilla, al retornar a su tierra
hablarían de tres países distintos tanto en el paisaje como en sus costumbres,
como en sus gentes. Y esta multiplicidad, este mosaico colorista y unánime que
es nuestro país es sin duda lo que le presta su mayor encanto y atractivo. Y es
por esto por lo que he podido valorar con entusiasmo las peculiares notas
distintivas que concurren y acrecientan estas fiestas petrerenses en las que
convergen toda la gracia, luminosidad y alegría de las fiestas levantinas.
Es
evidente que las celebraciones festeras españolas son tan abundantes como
diversas en su presentación y contenido. Esta diversidad se manifiesta como un
espléndido abanico de luz y color.
Todo el
calendario de enero a diciembre está jalonado de ferias, fiestas y festejos que
no dejan un solo día libre y que de S. José al Pilar se acumulan en un haz
brillantísimo de fiestas mayores. Suelen darse como arquetipos de las fiestas
mayores españolas las de la Fallas, La Feria de abril en Sevilla y los
sanfermines. Las fallas son la eclosión de la luz y del color, la feria
sevillana es la fiesta de la alegría y de la cortesía y los sanfermines
constituyen el paradigma del valor. Pero, ¿Dónde situaríamos a tantas otras
fiestas grandes o pequeñas como pueblan el almanaques español? Todas y cada una
son originales y auténticas y todas y cada una merecerían un estudio, una
atención especial. Así llegamos a estas fiestas de Petrel gracias a Dios, una
bonita población como en tiempos de Azorín, con su castillo arruinado y
"su plaza grande, callada, con
una fuente en medio y en el fondo una iglesia. La fuente es redonda; tiene en
el centro del pilón una columna que sostiene una taza; de la taza chorrea por
cuatro caños perennemente el agua. La iglesia es de piedar blanca: la flaquean
dos torres achatadas; se asciende a ella por dos espaciosas escaleras. Es una
bella fuente que susurra armoniosa, es una bella iglesia que se destaca serena
en el azul diáfano. Las golondrinas pían y pían en torno de las torres; el agua
de la fuente murmura placentera y un viejo reloj lanza de hora en hora sus
campanadas graves, monótonas".
Pero
Petrel es también ahora -y también gracias a Dios- una población activa,
moderna, proyectada con fuerza hacia un futuro alegre y próspero. Su alto tono
vital se advierte nada más pisar sus calles, pero se convierte en remolino de
vida y expresión cuando sus fiestas marcan el cénit de su actividad. Es un
pueblo que trabaja, que vive, y que sabe expresar su vitalidad en unas fiestas
cuya belleza se manifiesta no sólo en su expresión externa, tan admirable, sino
creando, enriqueciendo, degustando, la espectacularidad de la fiesta. Y está
esa entrañable tradición que ya de padres a hijos y que pone cada año una nota
emotiva y afectuosa al producirse el relevo inevitable en esa cadena continua
que es la propia vida. Todo ello ha sido contado y cantado múltiples veces y no
es mi palabra la más autorizada para encomiar la belleza de dentro t de fuera
de las fiestas petrelenses, su contagiosa alegría, su magnífico esplendor, su
claro y distinto sentido de lo espectacular y lo bello, el singular derroche de
ingenio y de sentido estético, la placentera y viva expresión que por todo
Petrel se expande, la negación del
cansancio y ese increíble, extenso,
completo sentido de la hospitalidad que hace que nadie se sienta extraño, ni
siquiera invitado, sino partícipe de su alegría y de su entusiasmo, miembro
activo de una bulliciosa colectividad donde toda la cordialidad tiene su
asiento y donde la bondad y nobleza del corazón resplandecen esplendorosamente.
Ya
empieza a bullir en el ambiente la emoción festera que dentro de pocos días se
plasmará en el brillante repertorio de sus desfiles, de esas comparsas
prodigiosas en las que desde la gentil abanderada hasta el último cristiano o
árabe son interpretes acabados del amor a Petrel, del amor a este Bonifacio
mártir que desde la cumbre de su ermita reparte milagrosas bendiciones sobre
estos hombres y mujeres que bajo el cielo levantino saben hacer fructificar la
tierra, el trabajo y la alegría. Yo pido a Dios porla intercesión de este santo
mártir que proteja por siempre a Petrel de los males del espíritu, que conserve
en su corazón sano y limpio para que en él tengan siempre albergue las virtudes
de la nobleza e hidalguía que hoy son su más cabal definioción y lema. Y que cuando las campanas señalen el inicio
feliz de las fiestas de 1968 cada petrelense se sienta orgulloso y contento de
lo que hombro con hombro han logrado para que todos juntos se sientan
humanamente alegres, satisfechos y capaces de hacer participar a los de fuera
de su manera de hacer, de su modo de vivir, de gozar y de expresar su gozo.
Mª
Antonia Rodulfo
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