A poco que
se analice la cuestión, será fácil concluir que en España nunca han existido
empresas públicas. Me dirán que sí, que Renfe, Telefónica, Campsa, Altos
Hornos… Pero la realidad demuestra lo contrario. Veamos. Durante muchos años
los gobiernos monárquicos gastaron enormes cantidades de dinero en montar una
red ferroviaria radial e ineficiente. Fueron empresas francesas quienes las
construyeron y explotaron en un primer momento, pero de sobra sabían que si la
red no se completaba con otra concéntrica el negocio no sería rentable. Al poco
tiempo, ante la huida de los inversores extranjeros, que ya habían hecho su
agosto con la construcción, el Estado se tuvo que hacer cargo de las líneas,
primero de las menos rentables, después de todas porque ninguna lo era. Así
nació RENFE, y así nacerían la mayoría de las grandes empresas de titularidad
estatal a lo largo del siglo XX, no para prestar un servicio público decente,
sino para salvar a las oligarquías creando un monopolio en el que colocar
durante décadas a sus hijos, nietos, cuñados, suegros, consuegros y primos en
quinto grado de afinidad. Dato, Romanones, Allende-Salazar, Maura, Silvela o
Villaverde dejaban la Presidencia del Consejo de Ministros y, de inmediato,
tenían un lugar privilegiado en las empresas que luego se llamarían Campsa,
Renfe, Telefónica o Minas de Rif para matar el aburrimiento, enriquecerse,
colocar a los allegados y esperar la nueva llamada del rey para volver al
Gobierno. A eso se le llamaba turno pacífico en el poder, un eufemismo para
nombrar a un régimen esencialmente corrupto en el que toda la riqueza del país
estaba supeditada al interés de unos pocos.
Al llegar la
democracia, el Estado era dueño de un gran número de monopolios en cuyas altas
esferas pululaban y mamaban miembros de las mismas familias que los habían
constituido con el dinero de todos más los arribistas añadido por el glorioso
alzamiento nacional. De modo que el “nuevo régimen” no heredó empresas públicas
para prestar un servicio magnífico a los ciudadanos, sino empresas
monopolísticas de titularidad estatal regidas por particulares para su propio
beneficio. Una parte mayoritaria de las grandes fortunas españolas se fraguaron
al calor de esos monopolios, al calor del sufrimiento de millones de españoles
que soportaron pésimas condiciones laborales y un servicio nefasto. A nadie se
le puede olvidar como funcionaba Renfe, Telefónica o Campsa en 1975, una
verdadera calamidad nacional.
El “nuevo
Estado” debió acometer la conversión de esos monopolios en manos de la
oligarquía en verdaderas empresas públicas al servicio de los ciudadanos, y en
cierto modo se hizo. La modernización y la mejora de los servicios fue visible
en pocos años, hasta el extremo de que, salvo Renfe, lastrada por el pésimo
diseño de la red y el fomento del automóvil, todas fueron privatizadas porque a
los inversores privados les resultaba enormemente goloso quedarse con el
monopolio del teléfono, la luz o los combustibles fósiles. También desapareció
la banca pública –recordemos Argentaria, uno de los bancos más rentables del
país- y a finales de los noventa se inició el proceso de privatización de la
Sanidad y la Educación en comunidades como Madrid, Catalunya o Valencia, pero
en estos casos una privatización muy particular porque todos los costes seguían
figurando en los presupuestos del Estado, mientras los beneficios sólo en las
cuentas corrientes, normalmente opacas al Fisco, de los beneficiados con tan
pingüe chollo.
La
privatización de Telefónica –sirva como ejemplo de la eficacia y pureza de las
leyes del mercado- fue acompañada de la “liberalización” del sector de las
telecomunicaciones, permitiéndose que otras compañías pudiesen prestar los
servicios que hasta entonces estaban reservados a la compañía de titularidad
estatal. Ahora tenemos un montón de operadoras, no sé cuantas ni me importan,
pero no tenemos un sitio físico dónde reclamar, no recibimos, como parte del
Estado que somos en tanto ciudadanos y contribuyentes, los beneficios
extraordinarios que genera el negocio, el servicio es cada día peor y la
indefensión del usuario mayor. Si a eso añadimos que, como en los viejos
tiempos, en su cuadro directivo siempre hay un lugar reservado para los
desahuciados de la actividad política, hemos hecho un pan con unas hostias.
Igual se puede decir de Endesa, Repsol, Gas Natural, Argentaria –hoy BBVA-, Red
Eléctrica, Iberia y los cientos de empresas que sin llegar a ser públicas de
verdad han pasado al sector privado. Favor con favor se paga. Sin embargo, la
única empresa que ha mejorado sus servicios de forma extraordinaria ha sido la
que hasta ahora no ha podido ser privatizada por los problemas de origen antes
explicados: Renfe. Pensar hace unos años que un tren prestase un buen servicio
y llegase puntual en España era tan utópico como pensar hoy que Rajoy sepa
algún día el significado de la palabra democracia.
Y es que se
privatiza muy bien cuando detrás de la privatización están los presupuestos del
Estado si la cosa no es demasiado rentable, o sí es rentable, la decisión de un
gobierno cuyos miembros saben serán recompensados después con todos los
manjares que dios creó para los privilegiados en esta tierra maravillosa. De
modo que, visto el éxito personal de las privatizaciones de las empresas de
titularidad pública, deciden atacar con toda la tropa y acometer la entrega al
lucro privado –con los presupuestos del Estado detrás- de la Sanidad, la
Educación y la Vejez. ¿Por qué? ¿Es malo nuestro Servicio Nacional de Salud?
Excelente hasta hace unos días, uno de los mejores del planeta. ¿Funciona mal
la Educación Pública? Tiene a los mejores profesionales y cuando se le dan
medios es infinitamente mejor, más libre, más justa y menos segregadora que la
concertada que vive del presupuesto, es confesional y excluyente. ¿Y el sistema
de pensiones, está mal gestionado por los funcionarios públicos? En absoluto, a
día de hoy todavía tiene 60.000 millones ahorrados, aunque en cualquier momento
pueden volar sin previo aviso por decisión de sus enemigos depredadores.
¿Entonces? Bien sencillo, por qué va usted, o yo, a tener derecho a ser
asistido, educado o pensionado igual que un hijo de Rajoy o de Botín, por qué
hay que mantener una esperanza de vida media que está entre las más altas del
mundo, por qué vamos a privar a la oligarquía de la enorme alegría pecuniaria
de recibir ese magnífico botín? Lo gestionarán mejor. Sí exactamente igual que
Endesa, Telefónica, Repsol y demás, ya lo ve usted día a día.
Los procesos
de privatización iniciados en España cuando por primera vez las empresas de
titularidad estatal comenzaban a ser verdaderas empresas públicas eficaces al
servicio de la ciudadanía, están en el origen de todas las corrupciones que hoy
nos asolan porque cuanto se vende algo que es de todos sin que exista motivo
alguno para ello, ya que da beneficios sociales y económicos, se hace porque
sectores privados quieren apropiarse de la cosa para lucrarse de forma
desmesurada y segura, y es en ese momento cuando el dinero fluye en cantidades
inmensas hacia los centros de poder, llámense municipios, comunidades o Estado.
La liberalización o desregulación es el marco “legal” abonado para que esas
prácticas mafiosas puedan ocurrir y multiplicarse de modo exponencial. Es por
ello que privatizaciones, externalizaciones, concesiones y demás chanchullos
putrefactos y antisociales deberían estar prohibidos por la Constitución.
Tendríamos entonces unos servicios públicos excelentes, perfectamente asumibles
y los corruptos se verían abocados a buscar otra cloaca.
Pedro L.
Angosto
21 Febrero 2013
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